Erongarícuaro, Michoacán – La localidad de Arocutín nos recibió en la madrugada, alrededor de las tres, cuando el frío de noviembre intensificaba el silencio y el aliento de los vivos se ve en el aire.
A esta hora, la celebración de Noche de Muertos se vuelve profundamente íntima; el panteón a los pies de la iglesia de la localidad, envuelto en un intenso color anaranjado por las flores de cempasúchil, reflejaba una atmósfera de respeto y calma, una invitación a vivos y muertos a compartir un espacio común de recogimiento y recuerdo.
Desde la entrada al pueblo, la diferencia era palpable: Arocutín se mantiene ajeno al bullicio que invade otras localidades alrededor del Lago de Pátzcuaro en estas fechas.
Aquí, la tradición purépecha es el corazón de la celebración; No hay música alta ni distracciones comerciales, solo el eco de las campanas de la iglesia, que cada tanto resuena, recordando a los vivos y guiando a los muertos, en armonía con el entorno.
El camposanto, situado junto a la iglesia, es un reflejo de la vida y la devoción de la comunidad; las tumbas amontonadas con tierra, están cubiertas por pétalos y velas que brillan en la oscuridad. Entre el cempasúchil, una esfigie de flor se alza, observando a las familias reunidas en silencio frente a sus seres queridos.
La escena es de unión entre generaciones: niños, jóvenes, adultos y ancianos permanecen despiertos, algunos sosteniendo un café caliente entre las manos, otros un cigarro para aguantar la noche.
Los murmullos son bajos y respetuosos; aunque es más casual que platiquen entre quienes visitan a sus muertos, pues es una noche de alegria para dar una calida bienvenida a quienes se fueron al Más Allá.
Las familias comparten anécdotas de aquellos a quienes hoy homenajean, algunos platican del chisme cotidiano y cada altar exhibe objetos y alimentos apreciados por los difuntos en vida, sirviendo como puente entre quienes partieron y quienes aún permanecen.
El aroma a copal y de las fogatas se mezcla con el del cempasúchil, inundando el aire con humo que alcanza la altura de la iglesia, que dicen los habitantes, data del siglo XVI. Aquí, el tiempo parece detenerse; no hay prisa, solo un profundo respeto por el momento compartido entre vivos y muertos, un ambiente místico que hace caminar en silencio a los visitantes.
Apenas son pocos los lugares en el que el cempasúchil no toca la tierra; pues se nota el camposanto tapizado de esta flor, como si los difuntos estuvieran presentes, como si cada vela y cada flor fueran un llamado a la memoria, donde hasta el frío se quita con el calor de las tumbas.
Fotos Asaid Castro/ACG