En un rincón de la antigua Fábrica de San Pedro, en Uruapan, donde antes zumbaban más de 300 telares, aún resuena el ritmo pausado de uno solo. Lo acciona Rafael Torres, un hombre que, desde los siete años, convirtió el tejido en su oficio. Entre madera, hilos tensos y diseños propios, mantiene viva una tradición que el tiempo, la industria y el olvido han intentado deshilachar.

Por Asaid Castro / ACG

📍 Uruapan, Michoacán. — Tenía apenas siete años cuando comenzó a enredarse entre los hilos. En ese entonces, la antigua Fábrica de San Pedro todavía era un hervidero de máquinas, trabajadores y ruido textil. Rafael apenas alcanzaba los pedales, pero ya observaba con detenimiento cómo los adultos hacían nacer dibujos sobre las telas.

“Estaba morrillo y los papás nos llevaban a un taller que estaba aquí arriba, para que no anduviéramos en la calle”, recuerda, como quien hila la primera hebra de un recuerdo que se extiende por décadas.

Hoy, a sus 76 años, Rafael sigue siendo tejedor. No lo dice como oficio, lo dice como identidad. Sentado entre los muros septuagenarios de la antigua fábrica —ahora convertida en centro cultural—, se acomoda frente al telar de pedal y se prepara para el ritual que pone en movimiento pies, manos y vista al mismo tiempo, sin perder ni el ritmo ni el hilo.

Aprendió solo, mirando. Nunca fue a una escuela textil ni recibió clases. Su única maestra fue la observación.

“Aprendí de estar viendo… y ya uno le va aprendiendo”, dice con voz pausada, como si aún se sorprendiera de lo que sabe hacer.

Y no es poco: domina la técnica, conoce cada parte del telar, piensa sus propios diseños antes de tejerlos, y su jornada puede extenderse por más de seis horas sin pausa, salvo por el silencio que dejan los hilos al tensarse.

No necesita hacer los diseños en papel. Para Rafael, basta con llevar la idea directamente al telar. A veces son los clientes quienes le piden ciertos motivos; otras veces, son sus propias manos las que deciden qué figuras emergerán del entramado.

Rafael trabaja en uno de los pocos telares que aún sobreviven dentro del recinto. Se trata de una estructura de madera maciza que exige coordinación total entre pies y manos, casi como manejar maquinaria pesada.

Este tipo de telar, usado desde hace siglos, llegó a la región purépecha con el contacto hispánico y fue adoptado como parte del trabajo artesanal de muchas familias. Cada pieza que sale de ahí lleva el sello de una técnica heredada por generaciones y que hoy está en riesgo de desaparecer.

En la vieja sala donde trabaja, dice que antes había más de 300 trabajadores:

“Muchos ya murieron. A veces se escucha que los telares trabajan solos. Cuando uno llegaba a las 6:30, se oían… no se veía nada, solo se escuchaba el ruido del telar”.

La Fábrica de San Pedro fue, alguna vez, uno de los espacios textiles más importantes de la región. Fundada en la década de 1950, albergó a decenas de familias que dependían del telar como sustento. Desde ahí se producían piezas que viajaban a distintos puntos del país e incluso al extranjero.

Su auge coincidió con el crecimiento de la industria textil en Michoacán, pero la llegada de telas industriales y la falta de apoyo provocaron que, poco a poco, los telares se apagaran. A diferencia de las grandes fábricas automatizadas, el telar de Rafael es de madera y pedal. Cada hilo requiere atención. Si uno se rompe, todo se detiene.

Rafael no ha salido del país, ni ha ganado certámenes internacionales. Pero ha tejido toda una vida entre paredes envejecidas y telares que ya casi nadie usa, además de algunas piezas y engranes que aún permanecen en la fábrica como exhibición.

No hay aplausos ni reflectores. Solo hilos, madera, diseño y parte de la vida de Rafael. Como si su telar fuera una extensión de sí mismo… y de una artesanía que resiste.

📸 Fotos: Asaid Castro / ACG