-Por Asaid Castro
Morelia, Michoacán – En el pequeño taller de la familia Ayala, se encuentran Carlos y Marian, donde el olor a barro fresco recibe a quien cruza la puerta verde de su casa, en la tenencia de Capula; este espacio íntimo, templado y sencillo, es donde el barro cobra vida en sus manos, transformado en figuras únicas.
Carlos, de 29 años, halló en el barro un sustento y un legado que comenzó con figuras sencillas y, de a poco, fue perfeccionando sus habilidades, formando desde pequeños animales hasta grandes catrinas. Jugando con el barro, moldeó sus propias figuras; el conocimiento de su padre lo guió en cada detalle, como quien moldea no solo una pieza, sino una identidad.
“Mi papá fue quien me enseñó a trabajar el barro (…). Es un orgullo, porque no cualquiera tiene ni la paciencia ni el tiempo para dedicarle al barro, que siempre nos ha mantenido un poco sucios”, explica Carlos mientras moldea un gallo de pelea que después sostendrá un catrín.
Marian, su esposa, se unió al taller durante la pandemia, al no haber muchas oportunidades de trabajo; junto a Carlos, se transformó en una alfarera, un oficio que ambos creen se puede aprender con paciencia y esperan, también, poder transmitir a sus hijos.
“No tenía idea de cómo preparar y moldear el barro, hasta que tuve que aprender sí o sí en pandemia”, cuenta Marian entre memorias y risas.
Cada catrina es un reto y, aunque algunas piezas comienzan en moldes, el arte está en los detalles que cada artesano imprime a mano; ninguna catrina es igual, aunque ya “se traiga la guía en la cabeza”.
Una catrina… una pieza única
Las manos de ambos, cuidadas como cualquier herramienta de artista, hablan de paciencia, precisión y amor por su oficio, que se plasma en los detalles y la calidad del trabajo.
El proceso es delicado: conseguir el barro, cernirlo, prepararlo y dejarlo descansar; cada paso es manual, desde amasar hasta moldear. Las figuras se forman con rapidez y precisión, mientras algún gato arisco merodea en el taller, donde se mantiene el barro listo para crear.
Se necesita una precisión casi quirúrgica para formar los detalles, como cuando un doctor sutura una herida; así, Carlos forma surcos en el barro para crear líneas, flores, detalles, ropas y hasta plumas de aves.
Una sola pieza puede llevar hasta tres horas de trabajo continuo, pero el clima húmedo lo complica; en tiempo de lluvias, si el barro no está bien seco, la pieza se rompe en el horno, afectando al bolsillo del alfarero.
El valor del oficio
Aunque la alfarería es un arte, también es el sustento de decenas de familias de Capula; un esfuerzo que hace que cada pieza tenga un valor por sí misma, desde la propia tierra hasta una catrina ya pintada. En la tenencia moreliana se pueden encontrar pequeñas figuras desde los 80 pesos hasta los 15 mil pesos.
Gracias a la denominación de origen, sus piezas tienen protección, pero el mercado es difícil, incluso con los turistas que visitan la zona durante cada Feria de la Catrina, que se avecina para el ombligo de octubre de cada año.
“Algunos ven los costos altos, pero los que conocen el esfuerzo lo valoran y nos lo pagan sin regatear”, expresó Marian mientras comenzaba a amasar el barro, señalando que el problema es que cada pieza es única, hecha a mano y con eso viene una carga de autenticidad que pocas veces se entiende desde fuera.
El proceso de moldear tierra, la tradición viva en manos artesanas
Para preparar el barro, la pareja debe extraerlo de bancos de tierra específicos; es una mezcla de tierras que les permite moldear el material y prepararlo con agua.
El barro crudo se muele hasta obtener un polvo fino, libre de piedras y arena; después, se mezcla con diferentes tipos de tierra para lograr un material adecuado para modelar con agua. Cada etapa es artesanal, desde la recolección hasta el moldeo.
Después de tener el cuerpo ya hecho, se amasa para formar las figuras que, mientras no se mojen, mantienen su forma; ya bien oreadas, van al horno a temperaturas de hasta 700 grados y, después, ya están listas para ser llenas de vida y pintura por manos alfareras.
Fotos y texto Asaid Castro/ACG