Pátzcuaro, Michoacán.- En el embarcadero de Pátzcuaro, donde las lanchas se mecen despacio y el aire huele a humedad y recuerdos, trabaja Vicente Poncho, un hombre de 93 años que ha pasado la mayor parte de su vida frente al lago.
Su pequeño puesto de sombreros y chales está junto al muelle, donde todos lo conocen y lo saludan con respeto. Vicente ya no rema como antes, pero sigue llegando cada mañana, con la misma calma de quien ha aprendido a envejecer junto al paisaje.

“Para entretenerme, ya estoy aquí”, dice, con una sonrisa cansada pero firme. No lo hace por dinero, sino por costumbre, por cariño, porque su vida entera se quedó entre el agua y las tablas del muelle.

Cuando Vicente empezó a trabajar, el lago era otro. “Era grandísimo, una chulada, parecía espejo”, recuerda.
En aquel tiempo las aguas llegaban hasta los canales, y los lancheros iban y venían llevando gente, mercancías y promesas. El muelle era un punto de encuentro, un corazón que no dejaba de latir.
Pero los años pasaron y el nivel del agua fue bajando. Las embarcaciones ya no llegaban tan lejos, el movimiento se fue apagando poco a poco. Vicente lo vio todo, sin moverse de su lugar.

“Aquí estaba el nivel antes”, dice señalando con la mano hacia un punto que hoy está cubierto de tierra y lirios. En su mirada hay resignación, pero también una cierta ternura: la de quien no culpa al tiempo, solo lo entiende.

Durante medio siglo trabajó como lanchero. Fue testigo de la llegada de turistas, de los cambios del pueblo, de las películas que alguna vez se filmaron en esas aguas.
Cuando el trabajo escaseó, Vicente decidió quedarse en el muelle y poner un pequeño puesto para vender sombreros y chales. Lo hizo, dice, para no perder el contacto con la gente, para seguir viendo el lago aunque ya no fuera el mismo.
Su rutina no ha cambiado mucho desde entonces. Llega temprano, acomoda su mercancía, platica con los visitantes. A veces vende, a veces no, pero siempre está.

Vicente no solo vende recuerdos; él es uno. Es parte del paisaje y de la memoria de Pátzcuaro. Los jóvenes lo saludan con respeto, los viejos lo reconocen como uno de los últimos lancheros de su generación.
Mientras muchos se fueron a buscar fortuna en otros lugares, él se quedó. Permaneció ahí, viendo cómo el agua retrocedía y el turismo cambiaba, viendo cómo el tiempo hacía lo suyo.

Su presencia en el muelle es una lección silenciosa: la de la constancia y la dignidad de quienes envejecen trabajando, no por obligación, sino por amor a su oficio y a su tierra.
Vicente no habla de nostalgias ni de pérdidas; simplemente sigue ahí, cuidando el pedazo de lago que le tocó, como si al hacerlo también cuidara su propia historia.

Fotos: Félix Madrigal / ACG.